Réquiem por Marcelino González
“Nada ni nadie me va a quitar la alegría de vivir”-me dijo Marcelino González
cuando apenas le quedaban unas semanas de vida.
Vivía en Sebring, con su esposa, aproximadamente a doscientas millas de
Miami y lo visitaba con intervalos de uno a dos meses. En su casa siempre había
una habitación lista para mí y usualmente permanecía allí por dos o tres días.
Marcelino era admirador de Crisnamurti y yo de Osho, y como a ambos nos
gustaba el trago, a veces nos enfrascábamos en largas controversias filológicas.
También nos gustaba el campo y nos íbamos a un rancho donde un mejicano sin
dientes, andrajoso y peludo, cuidaba una porqueriza, El mejicano vivía casi a
la intemperie en aquellos terrenos de un cuate, y se cocinaba en una hoguera
entre piedras. Alrededor de esta nos sentábamos y le brindábamos la botella de
ron al mejicano, quien bebía con la avidez del borracho pobre.
Nadie sabía en Sebring, salvo su familia y yo, que estaba herido de muerte.
Marcelino rehusó desde el principio tratamiento alguno para su enfermedad. A
veces pensaba, que por su curiosidad ignota de buscar siempre la verdad,
Marcelino quería morirse para de una vez saber de la gran incógnita. Nunca se
lo pregunté, pero me hurgaba esa
inquietud. Una mañana le dije:
-Marcelino, ¿duermes bien?
-Como un fardo- me respondió.
Qué paradoja! el insomne era yo
Una semana antes de morir me dio unas semillas de peonias para la buena suerte y me dijo:
-“No vengas más porque me queda poco”
Me dijo el día y la hora y yo sabía porque; no quería sufrir ni faltar a su
palabra de ser alegre hasta el final.
El día señalado, llamé a su
casa. Su nieto, un muchacho demasiado serio para su edad tomó el teléfono.
-“Y Marcelino?”-le pregunté.
-“Murió esta mañana”
-“Cómo murió?
-Tranquilo, como él quería.